Los huesos rotos, las cartas que aún no se terminan de quemar, las heridas en la piel por culpa del
que no aprendió amar, aquel labial rojo que se guarda en un rincón con la esperanza de que algún
día se pueda usar.
Con un moño desaliñado y las ojeras en el apogeo de su esplendor, se mira en el espejo y no le
gusta en quien se convirtió, para cumplir los deseos de aquel hombre del cual se enamoró.
Cada mañana cuando él se va, en medio de la tristeza que siempre le llega acompañar, ella se
pregunta: ¿Si puede volver a escribir otra historia de amor? ¿O si solo existen poemas que rompen
el corazón? ¿Si ella podrá rescatar a la mujer que ya falleció? ¿Si se podrá llorar de felicidad y no
de dolor?
Los días parecen noches, obscuros y en soledad.
En un cementerio se convirtió su hogar, los juegos con las risas se han ido, y los feliz cumpleaños
que no se volverán a cantar.
Se amarra el cabello que no se atreve a soltar,
Se quita otra vez el vestido, aquel que nunca ha podido usar,
Se viste de una extraña mujer, la que una vez vio en su mamá.
Con los sueños rotos y la mirada enterrada en el suelo, se prepara para cocinar un platillo que nadie
va a probar.
La inseguridad de su cuerpo, el alma se desvaneció con el tiempo,
Y las memorias solo duelen cuando él está.
Las manos le sudan, y le tiemblan los pies, con ganas de huir pero le da miedo correr, quiere
escapar pero nadie le enseñó a volar.
Ella era luz, era magia, era paz.
Él era un sueño, era ilusión, era solo un hechizo que le la luna llena escondía para el final. C
on los ojos que nunca terminan de llorar, ella le ruega que no la vuelva a golpear.
El maquillaje corrido, su cara pegada en el piso, y sus manos amarradas por detrás, la mujer carga la
cruz que nunca mereció llevar. Él con su pantalón de capitán y un porte falso de galán, busca con
fuerza bruta la pasión que por cobarde perdió en las olas del mar.
Cuando la noche llega y el sol se va, ella no para de orar, pidiéndole a Dios que le haga olvidar.
Sintiendo que merece estar en ese lugar, ella se levanta y se lava la cara. Fingiendo una sonrisa que
aprendió a imitar, se duerme a un costado de aquel hombre que la hizo llorar, él pide perdón y ella
vuelve a soñar, que un día él va a cambiar.
Con anhelo y coraje busca las fotografías de aquellos tiempos, cuando las rosas desprendían su
fragancia en la piel, cuando sus faldas eran de color, y sus ojos los iluminaba el sol.
Ahora solo eran recuerdos que atesoraba con amor, un amor dolido, pero al fin de cuentas para ella
era amor.
Los abrazos y los besos robados se vuelven a quedar guardados en aquel cajón,
Junto con aquella misma bufanda color verde menta,
La misma que usó cuando a la desgracia conoció.
Él se llamaba Juan y a ella le decían Flor.
Por Ana Julissa Guzmán Murillo
Modelo: Diana Spencer
Fotografía: Iveth Gonzales